Los historiadores narran la historia, pero hay algunos que la hacen. El nombre de uno de los mejores entre ellos, Eusebio Leal Spengler. Un hombre, una institución. Hace un rato, impactado por la noticia de su fallecimiento, leía en un reportaje de Prensa Latina, un par de citas sobre él. Una, de la poetisa Fina García Marruz, quien dijo una vez que “cuando lo olviden los hombres, todavía lo recordarán las piedras”, y otra, del ya veterano dirigente de la cultura cubana, el escritor Abel Prieto, quien señalaba en ocasión de entregar a Eusebio una de tantas condecoraciones por él recibidas en Cuba y el mundo, que “su devoción revolucionaria, su combinación tan peculiar de elegancia y de firmeza en los principios, ha ido quebrando a su paso todos los estereotipos”.
Su época de adulto, sin embargo, fue y sigue siendo la más prolífera en el desarrollo cultural de Cuba en toda su historia, y en la que ese país se convirtió, de la mano del genio político de Fidel Castro, en una de las sociedades más intelectualizadas del mundo, al punto de que surgieran ciertas angustias existenciales, tales como la de quién se ocuparía de poner ladrillos, limpiar las calles, reparar los albañales en una futura sociedad de intelectuales, pero en Cuba muchos de quienes hacen estas labores, no menos dignas que otras por tediosas y al parecer triviales, son personas cultas. “Ser cultos para ser libres”, diría José Martí; porque en el socialismo no se estudia en busca del enriquecimiento material, sino en busca del enriquecimiento espiritual; por una necesidad vital, como lo será el trabajo mismo en el comunismo, esa sociedad aún desconocida en la cual los marxistas (como lo era Eusebio) esperamos que emerja masivamente lo mejor de lo humano. El conocimiento es una necesidad vital del espíritu (como algún día esperamos que lo sea el trabajo), si éste se cultiva con los valores universalmente alcanzados por el mejoramiento constante y colectivo de nuestra condición como seres dotados de racionalidad y espiritualidad. La humanidad, si no quiere sucumbir a las fuerzas que en su propio seno le son hostiles, no tiene otro destino que el cultivo creciente de la virtud, la verdad y la belleza.
Qué apropiados son a veces los nombres o los apellidos. Eusebio Leal, encarnación de lealtad a los principios revolucionarios; o Fidel Castro, ejemplo supremo de fidelidad inconmovible a las ideas que mueven el mundo hacia el mejoramiento humano, en el que depositaba su fe Martí, como en la utilidad de la virtud… “y en ti”, agregaba el apóstol de la nación cubana en la introducción al poemario “Ismaelillo”, dedicado a su pequeño hijo, futuro combatiente por la libertad de Cuba.
De oratoria preclara en forma y contenido, dicción diáfana como las aguas paradisíacas del maravilloso archipiélago cubano, lucidez conmovedora, sabiduría sublime y contagiosa, refinado estilo, todo ello acompañado del más profundo y firme apego a su identidad ideológica revolucionaria, marxista-leninista, fidelista-guevarista y martiana, Eusebio Leal llevó hasta su más alto significado la coherencia política, la humildad (tan poco común entre los intelectuales de oficio) y la decencia. Ejemplo a seguir para quienes no quieran ver su propia honra degollada, colgando de una soga atada a lo más alto de sus mezquinos e intrascendentes egos, puestos con tanta frecuencia por encima de lo que quizás en algún momento fuera su razón de ser.
Más de una vez rechazó con ira sagrada y suprema indignación, incluso con palabras poco usadas por él, pero a veces insustituibles, ciertas ofertas tentadoras del Imperio, como la de ser “el primer Presidente de una Cuba post-Castro” soñada en vano por los nostálgicos de la justamente llamada pseudo-República neocolonial tutelada por Estados Unidos, cuando la isla de Martí fue convertida luego de su frustrada primera independencia, en el paraíso de la mafia gringa en un mar de miseria y oscurantismo, hasta que “llegó el Comandante y mandó a parar”, como dice la conocida canción de Carlos Puebla.
Se dice que Fidel, siempre esmerado, delicado y detallista en su atención a los intelectuales y artistas, tenía en él la más absoluta confianza, demostrada con creces en momentos críticos, como el mismo Eusebio recordaría con lágrimas en los ojos evocando en cierta ocasión al ya por entonces fallecido líder de todos los revolucionarios del mundo.
La única vez que vi a Eusebio Leal en persona, fue hace unos pocos años, ya él con su salud deteriorada, no recuerdo si portaba un bastón o un andarivel, en las afueras de uno de los monumentos arquitectónicos de La Habana Vieja en el que habría un concierto de flauta clásica con la talentosísima Niurka González. Eusebio estaba ahí entre varias decenas de personas que esperábamos la apertura del local para entrar, y que por alguna razón desconocida se había retrasado. Luego de permanecer unos minutos afuera junto a las demás personas que aguardábamos a entrar, nos dijo a todos en son de broma con su sonora voz y una media sonrisa, “haré uso de mis influencias”, y se logró comunicar a través de una pequeña ventana con uno de los encargados del lugar, que no sabía de su presencia ahí y que al identificarlo, inmediatamente abrió el local. Entonces Eusebio tomó el control y nos invitó a pasar a todos, que igual íbamos a entrar en ese momento o después, ya que en Cuba el acceso a las actividades culturales y deportivas de la más alta calidad es universal y gratuito, pero con su ayuda esperamos menos tiempo afuera y más tiempo adentro, cómodamente sentados dentro de aquel maravilloso lugar, con toda seguridad restaurado bajo la dirección del propio Eusebio al frente de la Oficina del Historiador, en la que fue precedido solamente por su fundador, Emilio Roig de Leuchsenring, quien la dirigió de 1938 a 1964, año en que falleció, siendo reemplazado en 1967 por Eusebio, quien ya era un historiador respetado en Cuba, aunque en ese entonces sin más grado académico que el 6º de primaria aprobado.
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